El dueño del brazo en el que se alojaba aseguraba no entender nada de lo que éste pretendía transmitir. Sus innumerables discursos parecían profecías, que perfectamente podían haber sido inspiradas por cualquiera de esos mesías enloquecidos que bramaban acerca del fin del mundo. Hablaba sobre el sinsentido de absolutamente todo y aborrecía concretar, no entendía ni lo más complejo, ni lo más básico. Podías explicarle el curso natural que se siguió para llegar hasta lo que ahora conocemos como "la normalidad" de alguna cosa concreta, pero era imposible llegar a un acuerdo con él.
La normalidad de las cosas era, por supuesto, una anomalía para él, incluso el idioma con el que se explicaba la normalidad de las cosas era también una anomalía para él. El cómo había llegado nuestro enorme cerebro a depender de estos estrambóticos sonidos, que forman concretas letras, que apiladas unas junto a otras en un determinado orden, intentan asemejarse y ser coherentes con nuestras emociones y pensamientos, ¡era una locura! Le desquiciaba y se pasaba horas de sus impares días gritando incomprendido el gran desmadre que esto era, que era una imperante necesidad volverse loco al hacer que el idioma fuera la gran herramienta de nuestra mente, que era una mayúscula anomalía no volverse loco con tan limitados muros.
La normalidad de las cosas era, por supuesto, una anomalía para él, incluso el idioma con el que se explicaba la normalidad de las cosas era también una anomalía para él. El cómo había llegado nuestro enorme cerebro a depender de estos estrambóticos sonidos, que forman concretas letras, que apiladas unas junto a otras en un determinado orden, intentan asemejarse y ser coherentes con nuestras emociones y pensamientos, ¡era una locura! Le desquiciaba y se pasaba horas de sus impares días gritando incomprendido el gran desmadre que esto era, que era una imperante necesidad volverse loco al hacer que el idioma fuera la gran herramienta de nuestra mente, que era una mayúscula anomalía no volverse loco con tan limitados muros.
Muchos habían dejado de querer estar con el dueño del brazo en el que se alojaba; otros, sin embargo, sólo estaban con el dueño del brazo, por su brazo. Unos escuchaban divertidos los largos discursos, otros parecían elaborar, modificar, corregir o confirmar sus propias teorías; otros las rebatían, pero acababan perdidos en un sinfín de paradojas inexplicables que hacía que culpara al idioma, en su mente todo estaba mucho más claro que en cualquier otro sitio; unos pocos descarriados habían creado una especie de religión propia en torno a él, en la que se pretendía, poco a poco, explicar la razón de que hubiera que quitarle el sentido a todo, la razón de que hubiera que devolverle su original sinsentido a todo.
Pero un día, el dueño del brazo en el que se alojaba amaneció con un ensangrentado hombro en donde ya no había brazo ni nadie que se alojara allí. Y todo empezó a cambiar, el sinsentido ahora era una gran bestia vengativa, con ansias desbordadas de que todos concibiéramos su existencia.
Pero un día, el dueño del brazo en el que se alojaba amaneció con un ensangrentado hombro en donde ya no había brazo ni nadie que se alojara allí. Y todo empezó a cambiar, el sinsentido ahora era una gran bestia vengativa, con ansias desbordadas de que todos concibiéramos su existencia.