viernes, 12 de diciembre de 2014

Mina mental


Hace largo tiempo pensaba que había sentimientos concretos que te podían llegar a transformar en alguien más fuerte, emociones en las que merecía la pena volcarse cuando sentía que las demás me frenaban. Dejar que el cómo quieres sentirte vaya construyendo la estalagmita del cómo serás... No sé hasta qué punto fue una simbiosis, ni cuál fue la proporción de error a través de malentendidos conmigo mismo que me hicieron destruir cosas que, tal vez, no debería haber destruido. Pero destruir da libertad para reconstruir, y todos los caminos merecen ser andados.

    Ahora entiendo el miedo a la soledad. Creo que en algún momento me enfadé por no poder parar de verla sigilosa detrás de la mayoría de las acciones que los humanos llevamos a cabo, sin que ellos mismos pudieran notarla; ni en mí, ni en ellos. Lo cual, era otro modo de sentirse solo. Decidí que si conseguía quererla en lugar de temerla, podría deshumanizar a esa parte de nosotros que la teme, y que las acciones llevadas a cabo tras ello, serían inevitablemente superiores. Pero no podía averiguarlo sin adentrarme en el terreno del 'a largo plazo', sin saltar la valla de la soledad indefinida.

    Todo, para acabar descubriendo finalmente que la soledad real no existe. Que cuando estás verdaderamente solo, la soledad se acaba convirtiendo en alguien. Hay muchas conversaciones que sólo se pueden tener primero con la mal llamada soledad, y es una interlocutora complicada. Cuando hablas frecuentemente con ella, acabas notando que la construcción de su personalidad es arbitraria cada vez. No mantiene coherencia en el tiempo consigo misma y cada vez parece sentirse diferente al respecto de cosas idénticas. ¿Qué clase de perspectiva sigue? ¿Cómo puede establecerse un vínculo con alguien que cada día es como una persona distinta? Buscando la respuesta a esa pregunta, entendí que había una eficaz herramienta a disposición de la humanidad para ello, y que ésta permitía la posibilidad de establecer vínculos con casi cualquier cosa.

    La llegada de la empatía fue la explosión que estremeció al universo en el que la, nuevamente mal llamada, soledad y yo hablábamos. Empecé a tratarla como si no fuera una única alguien, como si todo ese oleaje de personalidades fueran realmente personas distintas hablando a través de un mismo canal, y obtuve reacciones. No sólo verifiqué que era efectivamente algo así lo que sucedía, también empecé a mejorar identificándolas, sabiendo notar cuándo la boca empezaba a cambiar de dueño, y quién era quien la reclamaba. Al final se hizo tan fácil como reconocer voces distintas. Así que empecé a llamarlas "las voces".

    Hay algunas voces que hablan mucho más que otras, en general todas parecen estar compitiendo por hacerlo. Hay una especie de guerra interna de ego que las mantiene alteradas, odiosas e irascibles. Todas quieren ocupar el hueco de la voz que está consiguiendo hablar, así que se vuelven contra ella. Para ello, no dudan en engañarte cada vez que tienen el mando, hablan mal unas de otras, y pretenden que te sientas inseguro con ellas. Si llegas a ese punto, es porque por fin te han involucrado personalmente en la guerra que, aunque no lo supieras, siempre has estado padeciendo.

    Aquí corroboré en una proporción mayor aquello de que la soledad no existe y que el miedo a ella es una trampa que nosotros mismos nos hemos tendido. Las voces están destinadas a no poder entenderse sin ti, porque tú eres la voz que les falta. He acabado viendo el "yo" como un concepto impreciso a la hora de definir a un individuo, todos somos "nosotros". Las voces parecemos melodías componiéndose sobre la marcha cuando conseguimos entendernos entre nosotras, tenía que ser así tras la larga y absurda batalla en la que todas teníamos una pieza escondida del puzzle.

    Estoy armando mi puzzle y he conseguido encajar algunos trozos. Hay una pieza que me ha hecho entender que muchas de las columnas de mi personalidad aguantan el peso de una pretendida deshumanización, evitan que el techo de actitudes que conozco como "humano pretendiendo ser humano" se derrumbe sobre mí. Otra voz me dio una pieza que mostraba que eso fue culpa del sexto de los sentidos, aquel que te hace ver aquello que los demás no quieren que sea visto y escuchar lo que no ha sido dicho. Y nunca llegaré a responder a si fue inevitable caer bajo el peso de ese conocimiento, a si es que acaso no todos tienen igual de desarrollado ese sentido y es sólo que yo soy más débil.

    Eso, a su vez, hizo que otra voz me confiara otro nuevo secreto, su parte del puzzle, la clave que explicaba la razón de que intentar estabilizar mi ego fuera como intentar detener las fases lunares. Implacables y destructores ascensos hasta los delirios de grandeza ofrecían un descanso, ofrecían que la respuesta fuera que soy poseedor de un sexto sentido hiperdesarrollado que me hace soportar un tipo de carga que nadie más tiene que llevar. Y es comprensible que una autoestima basada en una duda sea inestable, y que después, aterrada e igualmente destructora, caiga tan bajo como alto antes subiera.

    Las voces nos hemos ayudado para estar en paz con esa pregunta. En general, estamos en paz con muchas cosas con las que nunca imaginamos estarlo. Llegado a este punto y mirando atrás, soy consciente de que en algún momento del camino me caí, y para levantarme pagué con la habilidad de comunicarme con los demás, la capacidad de expresarme ante los ojos de cualquiera. No es el único pago que ha exigido. 

    No obstante, este camino tan torcido me ha hecho aprender cosas. Emprender un camino de emociones oscuras en la compañía de una amiga que todos temen y acabar llegando igualmente a la paz, me hace pensar que la paz, la armonía con el todo, es la constante en todos los caminos posibles. En definitiva, no hay poder en un único sentimiento, el poder está en la unión de todos, y que eso no se puede lograr sin que todas las voces nos entendamos y cooperemos.




(La Nada)

viernes, 14 de marzo de 2014

El día que descubrí los colores

Dibujar era una práctica relajante, inspiradora y sofocaba la desbordante imaginación que, como yo, cualquier niño tiene a esa temprana edad. Pero iba a descubrir que en la tarea de colorear, al parecer, no estaban del todo permitidas las licencias artísticas.

- Has pintado el cielo marrón -farfulló desconcertada la profesora, abandonando con cansancio el folio sobre mi mesa. El dibujo presentaba la clásica estampa que recreaba un niño que, por primeras veces, hace algo que le gusta pero con la ligera desgana de sentirse obligado a hacerlo: una casa junto a un árbol, en mitad del campo bajo un brillante sol. La profesora continuó protestando-. Se mezcla con el violeta del suelo, que tampoco debería ser violeta, y el verde del sol, el cual por cierto no es piramidal, es circular. Cada parte del dibujo debe tener su propio color, y no debe mezclarse con el del resto de las partes.

Dedicó unos cuantos minutos más a explicarme, en el ritmo más lento y comprensible que pudo, que tenía que respetar los límites de los trazos al colorear, que cada elemento tenía su propio color y que éstos tenían que ser lógicos. Creo que una parte de mí no quería entender lo que me decía, y ya había aprendido que asintiendo con la cabeza podía volver más rápido a la tranquilidad que con ninguna otra de las maneras.

Esa tarde, mientras jugaba con muñecos en el suelo de mi habitación, mi mente rescató del más que probable olvido aquel discurso. Traduje como pude, en un renovado e inexplicable interés, sus palabras a mi particular idioma, las hice dialogar con mi forma de entender la realidad, até las sugerencias que iban cobrando sentido unas con otras y llegué al punto sin retorno en el que mis ojos cambiaron. Diría que nunca más he vuelto a examinar con tan escrupuloso detalle y sorpresa cada pequeño detalle de mi habitación como hice entonces, nunca tanto como en aquellos confusos y reveladores minutos. Experimentaba una de las fraccionadas tomas de conciencia con la realidad que la vida ofrece gradualmente a los que empiezan a sumergirse en ella.

- ¿Y esto es todo? -Susurré al final en mi mente, mientras me encogía de hombros. Efectivamente, cada color respetaba los límites de los elementos que les daban vida, no había intromisiones entre ellos. Y habían pocos, realmente pocos colores. No eran brillantes, eléctricos, multitono, multiforma, y todos estaban asquerosamente estáticos, reposando con aburrimiento sobre el cuerpo al que cubrían. Los colores se me antojaron muertos.

La súbita tristeza que aquel descubrimiento provocó en mí, hizo que, rápidamente, me planteara una nueva cuestión.

- ¿Por qué no, entonces, sólo uno? -Rugí en mi mente, sorprendido por una inesperada sonrisa.

Es desde entonces, que disfruto de los grises días nublados, en los que su tristeza baña cuidadosamente con su peculiar tonalidad todo lo que bajo el cielo se encuentra. La anaranjada melancolía de los atardeceres, la profunda oscuridad de una noche sin luna, o su extremo opuesto, la estridente y perturbadora luz que hace vibrar la sangre en una noche de luna llena.

Esos breves pero intensos momentos en los que todos los elementos nos fundimos en una misma tonalidad, cuando por fin un color pierde el miedo a sus límites y salta de un sitio a otro invadiendo al resto de los colores originales y tu "yo" forma parte de esa masa lumínica en expansión. Finalmente la paz llega a la mente al comprobar que eres capaz de distinguirte en la basta marea de ese enorme mapa que contiene un único color, ahí donde el "yo" se une con el "todo" y tú sigues pudiendo señalar: Esto soy yo.