sábado, 30 de junio de 2007

El camino se volvió insportable a partir de los 20 minutos andando. "No está lejos", me dijeron. Cuando llegué calculé que hacia mitad del camino ya había agotado todo el repertorio de canciones del mp3, que no es poco. Había tenido que bajar el resto del camino escuchando fragmentos de las insulsas conversaciones de los transeuntes.


Comprobé que el bar junto al que pasaba se llamaba igual que el bar al que me habían dicho que fuera, eso significaba que había llegado al sitio indicado. O eso o que hay dos bares llamados igual por la misma zona. El cartel en el que estaba tallado de mala manera el nombre se sujetaba a duras penas y temblaba por el viento de modo muy sospechoso. Me acerqué disponiéndome a entrar, y un señor calvo se cruzó a propósito en mi camino e inclinó su cabeza a varias docenas de centímetros de la mía. Tiene además varias docenas más de músculos que yo. Este hombre debería ser catalogado como antianatómico.

- Hola -le saludo, en el más cortés de los tonos que se pueden usar para dirigirte a alguien que corta el paso sin motivo, por muy músculoso que sea.
- Hola -me responde y se queda mirándome con cara de asco a pesar de que me duché antes de salir, no debe gustarle mi pelo alborotado o mi endeble cuerpo.

Llegados a ese punto lo normal es esperar que te den una explicación de por qué han decidido hacerte compañía desde tan cerca y justo en frente de la puerta en la que te disponías a entrar, pero este giganton agotó sus horas de estudio en levantar pesas que acabarían cayendo seguramente encima de su cráneo y no daba para recordar las normas de conducta social tan repugnantes y tan necesarias a veces.

Me enciendo un cigarro sin eliminar la cercanía entre su pectoral y mi cabeza. No sé quién de los dos tendrá más aguante en una situación tan ridícula como esta, pero sí sé con certeza que el humo de un cigarro, para los que no fuman, es como un gas fecal pululando en el ambiente. Y dudo mucho que alguien que da a luz a tantos músculos consuma drogas de este tipo.

De este tipo.

- ¿Qué tal la vida? -Pregunto, mientra expulso el humo. Acaba rebotando en mi cara-. A mí bien, recuerdo un día cuando era pequeño que...
- No pueden entrar menores de 18 años -me dice, interrumpiendo la interesante historia que me disponía a contarle y rompiendo el encanto de la escena absurda.

Todo este numerito se podría haber visto reducido a dos segundos, que es lo que se tarda en pronunciar la mágica frase de "menores no".

- Bueno, el del estanco dio por hecho mi mayoría de edad así que...
- D.N.I. -Interrumpe de nuevo. Creo que la palabra clave para que me interrumpa y no me deje seguir diciendo estupideces es el "que".
- No te lo vayas a quedar, que es mío -se lo entrego.

Hace un rápido cálculo mental para obtener mi edad a través de mi año de nacimiento y me deja paso. Antes de eso me devuelve el D.N.I., por supuesto. Eso sí que es profesionalidad, detenerse ante el impulso de robar un suculento D.N.I.

Entro y en un par de cambios de posición de pupila ya lo tengo todo rematadamente visto. Es un tuburio de lo más común, con su barra, sus botellas raras que nadie conoce al fondo, sus sillas, sus borrachos y poco más. Como tantos otros bares que hay a pocos minutos de mi casa. La camarera sin embargo sí es de las que hay que andar kilómetros para verla en persona, porque mujeres como esa sólo nacen a kilómetros de todo el mundo, abandonada en algún campo de trigo.

Me siento en una de las sillas junto a la barra y adopto la postura típica de 'tío sentado en la barra'. No me gusta sentarme en una mesa cuando estoy solo, queda raro, además no sabría darle conversación a la mesa. La camarera me mira y se acerca a mí y entonces se produce una mítica situación incómoda, que para aclararla diré que las dos siguientes frases son pronunciadas casi simultáneamente:
- Una cerveza -digo yo.
- Hola -dice ella.

Todo lo demás sucede con normalidad. Ella me la trae, yo se la pago y yo me la bebo; sin más incomodidades innecesarias.

- ¿Has visto las pintadas que hay en la pared aquella? -Me pregunta al rato de verme tranquilo sin soportar a nadie. Está aburrida y quiere entretenerse conmigo, ya que por ahora soy el único que no está borracho. Lo que no sabe es que en cuanto llegue quien estoy esperando la voy a dejar otra vez más sola que la una sin compasión alguna.
- No, no me he fijado -miento. Claro que me he fijado, lo hice en el segundo cambio de posición de pupila. Pero haber dicho que sí hubiera sido más aburrido, además ella esperaba mi sorpresa. Si le digo que ya me he fijado y he seguido como si nada seguramente la hubiera decepcionado y ya fue suficiente con el no hola de antes.
- Todo el que viene por aquí deja una firma o escribe alguna frase donde encuentra hueco, ¿te apetece? -Sonríe. Nadie puede resistirse a esa sonrisa. Aunque claro, si yo tuviera esa sonrisa madre del "sí", desde luego no sería camarero.
- Venga, vale -dije después de mirar con tristeza a la cerveza, que me esperaba impaciente en la barra.

Me ofreció un rotulador y me arrodillé frente a la pared. Yo estaba en contra de pintar cosas en las paredes, para algo estaban las hojas de papel, para algo nos comemos los bosques a diario. Las paredes, sin embargo, no tienen ese aliciente de destrucción. Escribí "la camarera está buena y desesperada". Espero no volver nunca por este bar, aunque con la de gilipolleces que hay escritas cómo diablos iba a adivinar cuál era la mía. Leí alguna de ellas, y ninguna merecía el aprobado, así que paso de recordarlas.

Volví a mi asiento en la barra y besé de nuevo aquella grata botella de cerveza. La camarera no tardó en venir a mí a preguntarme, con su sonrisa de dámelotodo, que qué había escrito, que sentía curiosidad. Ya sabía yo que esa sonrisa me traería problemas. En ese momento la puerta se abrió, y una mujer me buscó con la mirada. Cuando me encontró, me hizo un gesto de "siéntate en la mesa a la que yo me dirijo". Fue ella la que me salvó del mal trago, aunque no es nada comparado con la noticia que viene a traerme.

domingo, 24 de junio de 2007

Tan quieto y tan común me aburre, ahora necesito un paisaje extraño y agitado al que yo diga por dónde tiene que explotar cada una de sus sacudidas. Me gustaría tener poder para ordenar cómo tienen que ser los parámetros de belleza del planeta, ser su estilista y adornarlo a mi placer. Desde las alturas coger un pincel y empezar a blandirlo con un ojo cerrado y como si un guerrero espadachín me bloquease los movimientos impidiendo que le rebanase la cabeza. La victoria no debe ser aleatoria.

He subido al sitio más alto que he encontrado de esta especie de fortaleza derruida, monumento a las épocas bélicas del pasado, y me he sentado en uno de sus muros a escribir. Las piernas cuelgan de mi cuerpo y el vacío las tensa, bajo mis pies está todo lo que quiero ser capaz de modificar aunque por fuera me tenga que conformar con pensar y escribir. Mi escalada es mínima en comparación con la ventaja que la luna nos lleva, sin embargo parece mas inmensa. Supongo que la atípica altura me engaña los sentidos, satisfaciéndome en la medida de lo que pueden.

Por fin empiezan a escucharse las explosiones en el cielo. En soledad todo se ve de manera muy distinta, porque nunca antes se me habría ocurrido comparar los fuegos artificiales con pompas de jabón muriendo en el cielo. Cada uno de esos cohetes hacen el esfuerzo de silenciar los pasos que, por detrás, se acercan a mí. No es suficiente, quizás sí silenciando otros pasos, pero no con estos. Porque cada paso es un pie desnudo que se clava en la fría piedra, como versos tallados en roca. Hermosa crueldad.

- ¿No sería precioso contemplar este momento con alguien que te sea especial? -Pregunta, sentándose a mi lado.
- ¿Lo dices por ti o por mí?
- Por ambos.
- Me da igual.

No apartamos la mirada del cielo, del mismo punto que ahora tienen fijado cientos de ojos. Cuento los estallidos que se producen entre nuestras simultáneas respiraciones.

- Yo me soy especial -le recrimino al rato, como todavía fastidiado por el anterior comentario.
- ¿No echas de menos nada?
- Sí, la soledad, pero es un problema demasiado reciente como para que me torture. Tan reciente como de hace diez minutos.
- Hablo en serio.

Su rostro está inmutable, sin sentimiento. Tanto dramatismo no sé a qué me recuerda, pero aunque no acompañe a la situación, tengo que esforzar que no se me escape una risa de incomodidad. De todos modos, es normal que sea esa la expresión que observe, es la que he estado pintando en todos mis cuadros.

- Sí, algunas cosas.
- ¿Como qué?
- La sensación que se crea al estar a mínimos esfuerzos de cruzar una meta, después de su correspondiente sufrida carrera.
- ¿Y qué sobre la sensación de cruzarla?
- No echo de menos la decepción.

Completa mis frases con sus preguntas, porque son las preguntas que me haría a mí mismo para completar mi propia información transmitida incompleta.

- ¿A qué vienes aquí? Sabes que tengo planeado matarte, ¿verdad? -Le pregunto, mirando siempre fijamente las explosiones, aunque ignorando sus ya molestos estallidos, cada vez más fuertes y seguidos.
- Sí, lo sé.
- Y a pesar de eso me persigues, recreando mis huellas en cada instante de pasajera paz. ¿No tienes miedo? De que... te empuje y caígas al vacío, de que nos abracemos en pelea rodando por el suelo y golpee cada parte de tu cuerpo mientras te defiendes a kilómetros de aquí. ¿No lo tienes?
- Mi muerte para ti es importante, no me matarías de manera tan insignificante.
- Te mataré como yo quiera -le respondo mosqueado, molesto por su presunción.

La línea mágica de uno de los cohetes dibuja una parábola en el cielo, atraviesa las brevemente iluminadas nubes de humo que flotaban sobre el lugar, y se expande seguido por el impulso del viento que ha creado su paso. Las estrellas brillan construyendo simbólicamente su camino, y van a su tonalidad normal cuando se aleja, como si de una ola humana se tratase. Nuestros rostros se iluminan, y la muralla parece empujada por un enorme foco de cegadora luz. Las voces de todos esos cientos de ojos inferiores aplauden y gritan emocionados hacia el imprevisto destino y todo el cielo está siendo arrollado a su paso. La voz del cohete es el silbido de dolor del viento, y ésta es cada vez más pronunciada, hasta que durante una porción de segundo me acaricia la oreja cayendo empicado hacia el estómago de mi acompañante. El suelo tiembla, toda la atmósfera vibra. La moribunda burbuja de colores crece junto a mí, y bajo el baño de colores observo con placer los trozos humanos que hay repartidos por el suelo detrás mía sobre un mosaico de sangre.

- ¿Lo ves? ¡Te mataré como yo quiera! -Grito a los restos.

Escribo el punto y final, cierro el cuaderno y sigo contemplando el espectáculo. Me queda el consuelo de que todavía me reservo un poder bajo la manga.

viernes, 15 de junio de 2007

El paseo no se hace tan ameno por este lugar cuando está tan rodeado de gente y de sus estúpidas costumbres. Por la claridad de la tarde deduzco que son las ocho. Recuerdo con melancolía el invierno, ahora todos estarían en sus casas y yo podría estar completamente solo, sin molestias. Los botes de un balón me acompañan desde hace unos segundos.

Me detengo al escuchar gritos infantiles que supongo que me llaman. Un niño se acerca a mí, pidiéndome que le pase su pelota. Un ejército de niños detrás de él me esperan con descarada impaciencia. Sigo mi camino y mis pensamientos silencian las protestas. Recógelo tú.

En momentos como este me gustaría ser el León Graógraman, con su muerte multicolor rodeándome por todas partes, aunque no soy todo lo fiel que me gustaría ser a este deseo. Cierro los ojos y escucho más allá. Hay risas en las conversaciones de los jóvenes y alegría en las carreras de los niños.

- Vuestra felicidad me entristece... -susurro.

Porque cada segundo aquí acompañado de vosotros es estar respirando el veneno que desprendéis en cada segundo feliz que vivís. Quiero irme, pero más quiero que os vayáis vosotros. Es lo justo.

Una voz que canta me interrumpe, pero esta vez para bien, a pesar de ser voz infantil. Es tan suave, tan melodiosa. Me gusta la lentitud con la que avanza su frase, su cuidada pronunciación, como si quisiera acariciar a cada una de las letras que salen de su boca. Voz de cuna... pero resulta a la vez tan siniestro.

-Ten cuidado, Dios te observa... no te ahogues en un oscuro callejón.

La miro sorprendido. Sentada en un banco, de piernas cruzadas, canta melancólicamente una niña alejada de todos los demás, de los de su edad y de su simplicidad.

- ¿Nos está mirando, verdad? -Escucho que pregunta, mirando hacia su lado. -Sí, ha escuchado como canto y le ha gustado.

Está hablando sola.

- Y ahora desea acercarse, ¿tú qué crees? -Vuelve a mirar hacia el lado-. Yo también quiero que se acerque.

En ese momento me mira directamente. Agacha la cabeza, sonríe, empequeñece sus ojos. Reconozco esa sonrisa, hay un mundo entero intentando escapar por la sonrisa de esa cría. No tendrá más de diez años y ya ha sido capaz de sentirse grande en comparación con el mundo. Latimos igual, la gente así nos reconocemos y nos apreciamos. Me acerco a ella.

- ¿Con quién hablabas? -Le pregunto, mientras me siento a su lado.
- Con mi amigo -me señala al vacío.

La definición de amigo invisible es bien lógica. La mejor raza de amigos inventada.

- Yo también vengo acompañado -le digo.
Se queda confusa.
- ¿Sabes? Me mosquea mucho cuando la gente no reconoce a mi amigo, sin embargo ahora soy yo la que no reconoce al tuyo.
Siento que está enfadada consigo misma.
- Eso es porque no te he dicho cómo es mi amiga -le explico.

Me acerco a su oído y empiezo a describirle con escrupulosa exactitud cada detalle de su pelo, de su cara, de su expresión, de su voz, de su cuerpo, de su ropa, de sus movimientos... por irrisorio que algunos de ellos parezcan, le hago ver que cada cosa tiene su propia importancia.

Los ojos de ella brillan mirando hacia el punto en el que le he indicado que está. Puedo leer el asombro en su mirada.

- ¡La veo! -Me chilla entusiasmada.

Miro al punto donde le he dicho que está, imaginándola yo también, con expresión nostálgica.

- ¡Es muy guapa! -Sigue diciéndome, en el mismo nivel de entusiasmo.
- Sí, lo es.
- ¡Tengo que hablar contigo! ¡En privado! -Advierte, mirando de reojo a donde no hay nadie.

Me coge del brazo y me levanta, arrastrándome a unos metros del banco. No entiendo nada, pero bueno, me dejo.

- ¡No nos sigáis! -Regaña a los invisibles.

Por fin se detiene, me agarra de las manos, muy fuerte, y me mira fijamente a los ojos. Me acabo de dar cuenta de que el cielo ya está anaranjado, y que la mitad de los ruidos que antes hacían la estancia insoportable han desaparecido. Ya queda menos escoria rondando por aquí, pienso con alivio. Nos sopla el viento frío que anuncia que la noche está próxima. Es de mi agrado esta escena.

- ¿Te gusta? -Me pregunta.
- ¿El qué?
- ¡ELLA! -Grita, fruto de su impaciencia. Cuando se da cuenta de que en el banco pueden haberla escuchado nuestros amigos invisibles se echa a sí misma una reprimenda silenciosa en la que sólo se puede observar una mueca de dolor fugaz.

Esto es extraño. Pienso durante unos segundos la respuesta.

- Sí, puede ser.
- ¡Lo sabía! ¿Y a ella le gustas tú?
- No.
- ¡¿Seguro?!
- No cabe duda. No pertenece a mi desierto.
- ¡Eso no me lo creo! Te sigue a todas partes.

Me molesta.

- Y a ti tu amigo también. Oye, yo no sé que rollo lleváis vosotros, pero sé bien cuál hay en el nuestro -le protesto.
- ¡Es distinto! -Me grita frustrada-, no lo comprendes porque no lo has visto a él...

Me lo empieza a describir, con la misma exactitud que yo antes utilizase para describirle a mi amiga invisible.

- Púas negras nacen de su cráneo, formando una larga y peligrosa melena que le ha dejado sin ojos y le mantiene siempre la cara sangrando. Bajo los incontables arañazos y cicatrices, duerme una boca deforme por los sobresalientes dientes, algunos daleados, otros podridos, otros tan afilados, largos y pulidos que dan susto. La ropa vieja y raída. Su extraño cuerpo sentado a dos pies en el banco, totalmente quieto.

Daba miedo imaginarlo.

- ¿Entiendes ahora? Él no es de este mundo. Él me sigue porque soy su yo en este mundo. Sin embargo, vosotros dos sois distintos, los dos pertenecéis al mismo.

Esta cría me está empezando a agobiar. Le aparto la mirada y la pierdo en el paisaje.

- Sigue jugando tú sola, me voy -le digo, ausente. Me alejo.

Mientras camino, analizo lo que ha pasado. Me gustaba la forma de comportarse de aquella niña, su impresionante mundo. Es una pena que empezara a hacerme todas esas odiosas preguntas.
Ahora sí que deseo con fuerzas ser Graógraman, expandir hacia todos lados el desierto que llevo a cuestas.

Algo va mal, automáticamente mi cabeza gira, pero los reflejos me han avisado tarde. Un balón va a estrellarse contra mi cara, no da tiempo a reaccionar. Los niños hijos de puta de antes. Cierro los ojos, hago los únicos movimientos inútiles que me da tiempo a hacer.

Escucho el impacto, pero no he sentido el golpe. Abro los ojos y observo cómo bota el balón junto a mí, y cómo se aleja poco a poco mientras los niños corren hacia mí, disculpándose a voces, creen haberme dado, aunque yo sé que no ha sido así. Me doy la vuelta, sin salir de mi asombro, la niña sigue justo en el sitio en el que la dejé. Sonríe con la misma sonrisa que me atrajo al principio. Mueve los labios, dice algo aunque desde aquí no pueda oírla. De todos modos, adivino qué es lo que dice:

- Ella te protege, está dentro de tu desierto.

lunes, 11 de junio de 2007

Una mañana perdida en la Oficina de Correos

- Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle? -Dice sonriente tras el mostrador.

La chica va vestida entera de azul y con gorrita, pero no es que tenga un gusto pésimo a la hora de elegir su vestuario sino que todos los empleados de la oficina de correos van así. Es bastante ridículo, como si quisieran compensarnos su segura incompetencia haciéndonos reír a costa de sus trabajadores. "Tomad, disfrutad de ellos". A pesar de eso hay una guapa mujer bajo el disfraz. Al igual que yo, su jefe también habrá visto el doble aliciente.

- Vengo buscando un paquete -explico, mientras me apoyo de brazos cruzados en el mostrador. Estoy cansado, y la persona encargada de elegir los sitios en donde colocar las sillas no hizo muy bien su trabajo.

Todo esto es porque una amiga de otra ciudad ha tenido el detalle de hacerme un regalo. El inconveniente es que me he visto obligado a tener que venir a recogerlo. Tarde o temprano hubiera tenido que responderle algo, aunque sólo por este esfuerzo ya seguro que no merece la pena. Por cierto, gracias por el regalo, si me estás leyendo.

- ¿Cuál es su nombre? -pregunta, sin detener esa estúpida sonrisa de amabilidad.

Se lo digo mientras le enseño mi dni. Por si no me cree. Mira brevemente la foto y se conforma.

Teclea algo en el ordenador, aunque no puedo ver el qué. Han colocado el monitor de espaldas al público.
Supongo que para que no descubramos que tienen el Messenger abierto y repleto de conversaciones, pienso mientras miro hacia otro lado... para que no crea que tengo interés en lo que pueda haber en la pantalla.

- No encuentro su nombre, señor. Va a tener que registrarse.
- ¿Registrarme?
- Sí, no encuentro su nombre -me repite.
- ¿No puede ser que te hayas equivocado y sí esté?
- No, no está -sigue sonriendo, aunque algo más nerviosa.

Me entrega un folio y un bolígrafo con el que escribir mis datos. Me resigno y colaboro.

- Después de esto me entregarán el paquete, ¿no?
- Sí, señor.

Lo relleno, mientras hago hueco a un par de personas que estaban esperando. A ellos les atienden rápidamente.

Le entrego el papel al completarlo y vuelvo a acomodarme sobre el mostrador en la postura más descansada posible.

- Espero que ahora no empiece a llegarme spam.
- No, señor. -Responde muy convencida, me pregunto si sabrá lo que es el spam-. Ahora le traígo su correo -dice después de comprobar que todo lo que he escrito está correcto.
- A ver si es verdad.

Se mete en la habitación acristalada que hay tras ella. Los cristales son gruesos, y a través de ellos se ve todo como cuando te tapan los puntos claves del cuerpo desnudo de alguien en la televisión en horario protegido.

Al rato viene cargando con un paquete. Mi paquete, supongo. Es grande, y por su cara deduzco que también bastante pesado. ¿Cómo cojones voy a llevar yo ahora eso a mi casa? Empiezo a odiar los regalos. Tengo planeado acabar odiándolo todo. Por cierto, gracias de nuevo por el regalo.

- A ver si ahora se te cae -le digo mientras tanto, para animarla.
- ¡Buff! ¡Pesa mucho! -Dice, soltándolo sobre el mostrador, exhausta.
- Sí, es que trae mellizos.
- ¿Qué?
- Los del departamento de adopción, que cada vez se toman menos en serio su trabajo -le digo, mientras adopto aire de formalidad, haciendo señales con la mano de que no se preocupe.

La confusión ha borrado por un momento la sonrisa de su cara, pero cuando reacciona y ve que le estoy gastando una broma empieza a reírse. Seguro que me odia, detrás de un mostrador todo es hipocresía, podría saltarlo y empezar a violarla contra éste que tendría que seguir manteniendo las formas para que su jefe no la despida.

- Por cierto, había esto también para usted -me entrega un sobre en mano-, lleva aquí bastante tiempo.
- ¡Qué raro que no me haya llegado!

Percibe el aire de sarcasmo y se excusa.
- La única referencia que había era el nombre de usted, no ponía dirección ninguna. Y como no estaba usted registrado...

Va a ser verdad que no lo estaba, después de todo.

Guardo la carta en el bolsillo y cargo con el paquete. Me despido de ella en el típico gesto de darle la espalda y me largo de allí. La calor es insoportable y más con esta mierda de paquete en lo alto (gracias). Miraría con lástima a los albañiles que hay por todo mi barrio si no fuese porque no me dejan nunca dormir la siesta.

Una vez llego, abandono el paquete donde primero pillo, como queriendo olvidarme de él y del sufrimiento que me ha hecho pasar. Le presto atención a la carta que es lo que ha llamado mi interés. Viene a nombre de "anónimo" y con un número de teléfono en color rosa justo debajo. Ese detalle ya me hace a una idea de lo que contiene. Empiezo a leer:

"Hola.

Te envío esta carta porque hay una cosa que quiero decirte, y no me atrevo a hacerlo en persona. Llevo tiempo fijándome en ti, aunque nunca me atrevo a decirte nada, soy algo vergonzosa. No intentes adivinar quién te manda la carta, porque creo que no me conoces más que de vista y alomejor ni te has dado cuenta de que existo. Me gustaría conocerte, y quiero saber si tú estás interesado. Te dejo mi número de móvil en el sobre para que me llames, aunque sea para que sea tu amiga. Si no me llamas supondré que es que no quieres saber nada de mí, y te dejaré tranquilo aunque siempre te recuerde.

Te quiero."

Vaya, vaya. O he enamorado a una cría sin saberlo o todavía sigue existiendo el amor quinceañero en los de mi generación. Al volver a guardar la carta en el sobre observo un dato bastante importante entre la escasa información que la muchacha ha dejado: 2001.

Los de Correos se han lucido. Siento que he roto sin saberlo el corazón de alguien, me la imagino las primeras semanas esperando ilusionada, y cómo poco a poco abandona toda esperanza.

Compruebo que no tengo el número apuntado en mi agenda, que no es alguien a quien a pesar de todo he acabado conociendo. Nada.

¿Qué habría pasado si hubiese recibido esta carta en su momento? Siento curiosidad, quizá esté en mi mano rectificar la vida de alguien. Miro de nuevo el número de móvil que hay en el sobre. Hum. ¿Será verdad eso de que me recordará siempre?

jueves, 7 de junio de 2007

Hace un día perfecto en el pasado

Camino a su lado, no sé a dónde me lleva pero eso no me preocupa. La verdad, es que sólo me preocupa tener que volver a casa algún día, separarme de su lado. Hoy es un día prometedor, hoy van a cambiar muchas cosas para bien, lo veo venir. Casi me cuesta contener las ganas de levantar una pancarta que diga "¡Sí! ¡He recibido tus señales!"

Me contengo, me conformo con lanzarle una sonrisa cuando me mira. Estoy eufórico y no es para menos. Sé que le gusto. Se acabó la eterna duda, los tiempos de espera, el hablar constantemente entre líneas. Sé que cuando acabe la noche estaremos declarándonos a voces, hoy es uno de los días más felices de mi vida.

- Vamos a sentarnos aquí mismo -me dice-, estoy impaciente por hablar contigo.

No es el paisaje que yo hubiera elegido para el día en que damos a luz entre los dos a nuestro amor, pero por lo pronto eso es lo de menos. Está impaciente por hablar conmigo, dice. Creo que ella debe haber estado también deseando con muchas ganas este momento. No hubiera nunca imaginado que todo se iba a arreglar tan positivamente, ya me veía teniendo que olvidarme de ella como de tantas otras.

Nos sentamos en el suelo, apoyados contra la pared. La acera es bien amplia, espaciosa, ya nos veo corriendo por ahí agarrados de la mano, celebrando la felicidad.

Empezamos a hablar sobre trivialidades. A pesar de eso me divierto, aunque en cuanto puedo hago por desviar el tema hacia donde me interesa. Al cabo de un rato lo consigo, no se me dan mal estas cosas.

- Ultimamente estoy bastante bien de ánimos -dice sin poder evitar que le brillen los ojos del entusiasmo-, creo que el chico al que quiero también le gusto yo.

Le grito a mis adentros que está claro. Que si todavía tiene dudas es porque es tonta. Y yo no puedo haberme enamorado de una chica tonta. Había pensado en disfrutar un poco más con la situación que estamos a punto de perder, juguetear con la información, hacerme el tonto hasta que ya fuera totalmente imposible negar la evidencia. Pero estaba impaciente, quería ir al grano, quería besarla ya y decir en voz alta "te quiero, eres mía". Así que me pongo a ello.

- No me has dicho todavía el nombre de ese chico.

Si yo fumase, esta sería una de las ocasiones en las que seguramente me encendería un cigarro. Disfrutaría de cada uno de esos segundos, en los que, mientras echo el humo, el tiempo parpadea.

- Tú me dijiste que también había una chica que te gustaba a ti... -agacha la cabeza, tímida.
- Sí, mucho.
- ¿Cómo se llama ella?

Quiere que yo resuelva su timidez, no se atreve a dar el primer paso. Es injusto, incluso teniéndolo todo en cuenta, seguro que ella tiene menos dudas que yo, he sido demasiado claro a veces, bastante descarado sin darme cuenta.

- ¡Yo pregunté primero! -Le doy un empujoncito tonto.

Este tonteo me gusta, pero estoy empezando a sentir que el nerviosismo no es el mismo de antes, que está evolucionando y que va por otro camino.

- Hagamos un trato -dice, con cara de haber tenido la idea más ingeniosa del mundo-. Si tú me dices a mí quién te gusta a ti, yo te digo quién me gusta a mí.

Se me escapa un resoplido.

Estoy empezando a detestar esta situación. Ese trato sólo va a crear un remolino interminable, no vamos a lo importante y yo estoy deseándolo. Parece que no tenga ganas de resolverlo todo, que simplemente quiera jugar a los detectives.

- Dime algo de ese chico -le digo, ignorando vilmente su estúpido trato de mierda.
- ¡Ay! No sé qué decirte...
- Venga, haz un esfuerzo.
- Me dice cosas muy bonitas, es muy cariñoso...

Puedo identificarme, igual que otros tantos millones de tíos. No me vale.

- Venga, dime algo más de él... -insisto.
- No sé...
- ¿Le conozco?

Luego me arrepentí de haber hecho esa pregunta. Es ridícula, tanto el "sí" como el "no" los voy a digerir mal.

Se tira unos segundos pensando.

- No.

Como una patada en los cojones, tal y como predije. Aun así, hubiera preferido el "sí". Por un momento pensé que casi prefería que fuera otro tío antes que pensar que creyera que yo no me conozco. "Otro tío", y el corazón se quejó. No, no lo hubiera preferido.

- El otro día quedamos -me dice.

Empiezo a echar cuentas, la semana pasada nos vimos, puede que se refiera a ese día. Iba a preguntarle cuándo exactamente, pero ya se había echado a hablar.

- Me lo pasé muy bien con él, es un chico muy atento. Fuimos a cantidad de sitios, y no paramos de hablar en toda la noche.

Mi corazón palpita. Todo encaja, aunque sigue pudiendo encajar en otras tantas combinaciones. Sigue siendo información incompleta, necesito más.

- Háblame algo de tu chica -dice, cambiando de tema.
- Me está tocando un poco las narices -se lo suelto y me quedo más tranquilo.
- ¡¿Por qué?!
- Porque no me quiere decir una cosa, pero en fin, eso no es tan importante como que tú sigas hablándome de tu chico.

Toma pelotazo devuelto en toda la cara.

Por un momento me mira con cara muy rara, cara preocupante. No me gusta esa cara de confusión. Después de un momento la borra y vuelve a ser ella, me quedo más tranquilo aunque con la duda. ¿Qué la habrá hecho ponerse así? ¿Se habrá dado cuenta de la indirecta? La verdad es que era demasiado clara... no debería haber dicho nada.

- Anoche...

¿Anoche? Busco rápido datos sobre anoche.

- ...me mandó un mensaje al móvil.

¿Se lo mandé? ¡No lo recuerdo! Casi hago el amago de meterme la mano en el bolsillo para sacar el móvil y comprobarlo. Su cara empieza a darme vueltas.

- Dijo que me quería.

¡No! ¡Es imposible que yo olvide algo así!

- He quedado con él mañana, para hablar, creo que es 'el día'.

Cada músculo de mi cuerpo está ahora mismo en tensión. Estoy mareado, pero a la vez guardo la compostura, debo seguir sonriendo. Un montón de pensamientos fugaces vienen a mi mente, ninguno de ellos con una respuesta que darle o con una solución para mí. Está claro que no soy yo esa persona, no soy yo. Es otro, ¡me ha traído aquí para hablarme de otro!

- ¿Estás bien? Te has puesto blanco...
- Estoy de puta madre.

De puta madre estaría si se te cayese la cabeza al suelo y la pisase sin querer al levantarme.

- ¿En serio? -Insiste.
- ¡Que sí!
- Bueno, ¿qué opinas de lo que te he contado?
- Eres afortunada...

¿Qué opino? Realmente opino que de alimañas como tú debe estar el infierno lleno.

- ...seguramente mañana os declaréis -le digo, recuperando un poco el buen fingir.

Sí. Se declararán. Como deberíamos estar nosotros haciendo ahora si el mundo fuese justo. Si existiese un equilibrio.

- ¡¿Tú crees?! Qué nerviosa estoy.

Ya se acostumbrará a perder los nervios. Tías como estas cogen la experiencia rápido. Todavía no me lo puedo creer, tengo ganas de reventarle a patadas el cuerpo y luego violar cada cachito que se haya desparramado por el suelo. Quiero averiguar quién es ese tío para llevarle en bandeja los restos mortales de su futura esposa.

- Me da algo de vergüenza decirte esto, pero...

La miro de reojo, desconfiado. Todavía puede que lo arregle. Que diga... "pero tú me gustas más, tonto", o "eras tú a quien me refería, pero quería tocarte los huevos un poco". Lo dudo mucho, cosas como esas no pasan, pero yo no controlo los latidos del corazon ni sus esperanzas.

- ...contigo se me hace tan fácil hablar -prosigue-. Puedo hablar de cualquier cosa, me aconsejas y me animas, no sé qué hubiera hecho todo este tiempo sin ti, sin tu compañía, la verdad.

Ha jodido mi vida para arreglar la suya. Merece que la mate, ahora mismo.

- Con él... -sigue hablando-, se me hace muy complicado, sinceramente. No me salen las palabras y no se me ocurre nunca de qué hablar. Me pongo tan nerviosa...

La voy a tirar a la carretera y voy a dejar que pase por encima suya hasta el último coche de la ciudad.

- ...antes, por un momento creí que te referías a mí, que yo era la chica que a ti te gustaba...

Por eso me miró entonces con tal cara de asco la muy zorra, ojalá se le hubiera quedado así para toda la vida, que no la quisieran mirar ni las ratas.

- Contigo todo fluye -dice sin mirarme a los ojos-. Contigo todo se me hace tan fácil...

Me estoy viendo venir el navajazo final.

- A veces pienso que hubiera sido mejor enamorarme de ti, ¿te imaginas? -me dice.

Hija de la gran puta.

martes, 5 de junio de 2007

Las personas somos especialmente serviciales cuando nuestra vida está en juego. Sólo tengo que pedir y se me da. Un rehén es como un genio que puede solucionarte la vida.

Su cara mira al hueco que queda libre en la ventana mientras yo cierro la última persiana y se despide del sol, se despide de la última esperanza de que alguien le salve, ahora los dos estamos más tranquilos. Una vez que todo es seguro, los dos podemos empezar a asumir lo que va a pasar.

Escucho como se retuerce en una de las sillas de madera en la que lo he atado. Música para mis oídos mientras le miro fijamente, sentado desobedientemente sobre su mesa.

- ¿Qué quieres de mí? ¿Que te apruebe? ¡Lo hago!
Me lo pienso.
- ¡Te apruebo! -Insiste- ¡En serio! No me cuesta ningún trabajo.
- Dulce tentación, pero lo que yo quiero es que no puedas aprobar a nadie más nunca. Además, si todo sale bien, ya me aprobaré yo.

Se desespera.

- Mira, tampoco me apasiona ser profesor. Dejaré de ejercer si eso es lo que quieres. Me metí aquí porque necesitaba dinero.

Saqué los dos billetes de cincuenta que encontré en su chaqueta cuando le registré. Había pensado en quedármelos para mí, pero romperlos despreocupadamente mientras leía en su mirada era mucho más apasionante que lo que pudiera comprar con ellos.

- Dinero... -medité-. 100 euros en tu bolsillo, ¿llevas esa cantidad todos los días? Por si acaso, ¿verdad? Tomas un desayuno demasiado caro creo yo.
- ¡Te estoy diciendo la verdad!

Su muñeca empieza a sangrar. Como siga forcejeando tan fuerte con los alambres va a acabar quedándose manco pronto.

- Tú necesitabas poder, y no del que te da el dinero.

Le eché los trozos de los billetes por lo alto y apoyé mi pierna en el hueco del espaldar que quedaba libre, muy cerca de su cara. Realmente estaba disfrutando con esto.

Me mira asustado, cree que le voy a pegar otra vez. Empieza a llorar.

- ¡Tengo familia! No me hagas nada.

Ojeo de nuevo las fotos que encontré en su cartera. Me empiezo a reír, me hacen gracia las caras con las que salimos en las fotos de carnet.
Ahora está rabioso por haberme burlado de su familia. Tantos cambios bruscos de ánimo me confunden.

- Me gusta más tu nueva actitud -le confieso-. Antes eras un obsesionado de la autoridad, todo tenía que ser como tú querías que fuese. Ahora, sin embargo, te estás adaptando bastante bien a la humillación. Pero estoy dejando de divertirme, estoy seguro de que ya me he saciado.

Me inclino hacia él. Le toco la frente mientras cierro los ojos. Construyo su imagen en mi mente, y mi rostro empieza a cambiar. Mi cuerpo entero esta sufriendo un cambio. Después de un rato, ya soy él.

No sale de su asombro, se está viendo a mí en él.

- Ocuparé tu lugar durante un tiempo, ¿de acuerdo?

Se ha quedado sin habla.

Es suficiente, me digo.

Empiezo a golpearle con uno de mis libros de texto en la cabeza hasta que muere. Una foto en esas circustancias debería ser muy divertida. Ahora tengo que encargarme de limpiar la sangre y trasladar el cadáver, pero eso es una tarea mucho más aburrida de contar.

sábado, 2 de junio de 2007

Todos estabamos bastante alterados, nerviosos. Algunos bromeaban, intentando olvidar la tristeza. Otros callamos, apoyados en silencio en la pared. Asumimos hace tiempo nuestro malestar.

Suena el timbre. Entramos sin orden alguno cuando la puerta se abrió. Sin orden porque no pensamos, simplemente reaccionamos al impulso que dicta la imagen de una puerta abriéndose. Pupitres, sillas, ordenadores. Mirando al suelo andamos, y sabemos dónde descargar el peso que llevamos. Al fondo una persona nos recibe. Saluda en susurros y sin mirarnos a la cara, casi como si quisiera disimular la vergüenza de saludar a seres inferiores como nosotros.

Nos sentamos. Espalda recta y mirada firme, todas dirigidas a él, centro estratégico del aula. Sólo se nos permite llegar a él mediante previo permiso, porque en el espacio que le rodea las neuronas van dos veces más rápido que en el espacio vital del resto de humanos. Su mesa es más alta que la nuestra, al igual que su poderosa cultura. Su silla está acolchada, la nuestra es de madera. Mi culo es peor que el suyo.

- Ibamos por la página 150, profesor. Tema 5. - Se atreve uno a decirle.
- Eso fue ayer, hoy es un día distinto.

Posa su libro cerrado encima de su mesa de oro y abre una página al azar.

- ¡Por aquí vamos hoy!

"Empujar monitor al suelo", escribo en mi cuaderno.

El profesor empieza a escribir unos cuantos garabatos en la pizarra, mientras su espalda nos habla de cosas que cree que deberíamos saber. Ninguno se atreve a decirle nada, todos asienten, todos se avergüenzan pensando si serán los únicos que no se enteran.

- ¿Todo claro?

"Aprovechar la confusión", escribo en mi cuaderno.

Una mano temblorosa se levanta. La responsabilidad pudo más que el temor, pienso mientras aplaudo por dentro a esa persona.

El profesor da la palabra con la mirada, él tiene cosas demasiado importantes que decir como para gastar saliva.

- No he entendido muy bien.
- ¿Por qué? - Pregunta el profesor.

"¿Por qué" repito yo en mi mente. La pregunta debería ser "¿El qué?". Busca una respuesta del tipo "no estaba atendiendo porque me he distraído". En su mente no cabe la posibilidad de haber explicado mal, de no haber hecho entender las frases que casi literalmente repetía de nuestros libros de texto.

"Golpear en la cabeza", escribo en mi cuaderno.

- Porque no me ha quedado claro -responde el alumno, escapando como puede de la pregunta-trampa.

El profesor mira fijamente al alumno durante unos segundos. Luego comprueba la mirada de perplejidad del resto de la clase. Oculta la decepción que le crea. Lo tiene claro: su explicación era demasiado buena para que alumnos tan torpes como nosotros la entendiesemos. Él debería estar enseñando a gente que ya viniera sabiendo.

- No te preocupes -vuelve a dirigirse al de la duda-. Todo quedará claro con los ejercicios que voy a mandar ahora. Me los entregaréis hechos mañana.

Termina de entregarlos y se marcha. Al día siguiente penalizará al que no los tenga hechos. Lo imagino:

"¿Qué no los has hechos porque no los entendías? ¿Lo has intentado almenos? Esto no lo puedo admitir".

"Sacar a todo el mundo de la clase, cerrar la puerta con llave por dentro", escribo en mi cuaderno.

Me ve escribiendo, justo antes de irse. Levanto la cabeza sobresaltado, las miradas se cruzan.

- ¿En qué te estas distrayendo? -Dice mosqueado, mientras se acerca ligero hacia mí.

No pierdo la calma, le miro sosegado. Lo está interpretando como un desafío.

Esta junto a mí, coge mi cuaderno. Lo lee con cara de confusión.

Mientras tanto, agarro el monitor, lo sujeto firme. Ha llegado el momento de llevar a cabo el plan.