viernes, 14 de marzo de 2014

El día que descubrí los colores

Dibujar era una práctica relajante, inspiradora y sofocaba la desbordante imaginación que, como yo, cualquier niño tiene a esa temprana edad. Pero iba a descubrir que en la tarea de colorear, al parecer, no estaban del todo permitidas las licencias artísticas.

- Has pintado el cielo marrón -farfulló desconcertada la profesora, abandonando con cansancio el folio sobre mi mesa. El dibujo presentaba la clásica estampa que recreaba un niño que, por primeras veces, hace algo que le gusta pero con la ligera desgana de sentirse obligado a hacerlo: una casa junto a un árbol, en mitad del campo bajo un brillante sol. La profesora continuó protestando-. Se mezcla con el violeta del suelo, que tampoco debería ser violeta, y el verde del sol, el cual por cierto no es piramidal, es circular. Cada parte del dibujo debe tener su propio color, y no debe mezclarse con el del resto de las partes.

Dedicó unos cuantos minutos más a explicarme, en el ritmo más lento y comprensible que pudo, que tenía que respetar los límites de los trazos al colorear, que cada elemento tenía su propio color y que éstos tenían que ser lógicos. Creo que una parte de mí no quería entender lo que me decía, y ya había aprendido que asintiendo con la cabeza podía volver más rápido a la tranquilidad que con ninguna otra de las maneras.

Esa tarde, mientras jugaba con muñecos en el suelo de mi habitación, mi mente rescató del más que probable olvido aquel discurso. Traduje como pude, en un renovado e inexplicable interés, sus palabras a mi particular idioma, las hice dialogar con mi forma de entender la realidad, até las sugerencias que iban cobrando sentido unas con otras y llegué al punto sin retorno en el que mis ojos cambiaron. Diría que nunca más he vuelto a examinar con tan escrupuloso detalle y sorpresa cada pequeño detalle de mi habitación como hice entonces, nunca tanto como en aquellos confusos y reveladores minutos. Experimentaba una de las fraccionadas tomas de conciencia con la realidad que la vida ofrece gradualmente a los que empiezan a sumergirse en ella.

- ¿Y esto es todo? -Susurré al final en mi mente, mientras me encogía de hombros. Efectivamente, cada color respetaba los límites de los elementos que les daban vida, no había intromisiones entre ellos. Y habían pocos, realmente pocos colores. No eran brillantes, eléctricos, multitono, multiforma, y todos estaban asquerosamente estáticos, reposando con aburrimiento sobre el cuerpo al que cubrían. Los colores se me antojaron muertos.

La súbita tristeza que aquel descubrimiento provocó en mí, hizo que, rápidamente, me planteara una nueva cuestión.

- ¿Por qué no, entonces, sólo uno? -Rugí en mi mente, sorprendido por una inesperada sonrisa.

Es desde entonces, que disfruto de los grises días nublados, en los que su tristeza baña cuidadosamente con su peculiar tonalidad todo lo que bajo el cielo se encuentra. La anaranjada melancolía de los atardeceres, la profunda oscuridad de una noche sin luna, o su extremo opuesto, la estridente y perturbadora luz que hace vibrar la sangre en una noche de luna llena.

Esos breves pero intensos momentos en los que todos los elementos nos fundimos en una misma tonalidad, cuando por fin un color pierde el miedo a sus límites y salta de un sitio a otro invadiendo al resto de los colores originales y tu "yo" forma parte de esa masa lumínica en expansión. Finalmente la paz llega a la mente al comprobar que eres capaz de distinguirte en la basta marea de ese enorme mapa que contiene un único color, ahí donde el "yo" se une con el "todo" y tú sigues pudiendo señalar: Esto soy yo.

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