viernes, 15 de junio de 2007

El paseo no se hace tan ameno por este lugar cuando está tan rodeado de gente y de sus estúpidas costumbres. Por la claridad de la tarde deduzco que son las ocho. Recuerdo con melancolía el invierno, ahora todos estarían en sus casas y yo podría estar completamente solo, sin molestias. Los botes de un balón me acompañan desde hace unos segundos.

Me detengo al escuchar gritos infantiles que supongo que me llaman. Un niño se acerca a mí, pidiéndome que le pase su pelota. Un ejército de niños detrás de él me esperan con descarada impaciencia. Sigo mi camino y mis pensamientos silencian las protestas. Recógelo tú.

En momentos como este me gustaría ser el León Graógraman, con su muerte multicolor rodeándome por todas partes, aunque no soy todo lo fiel que me gustaría ser a este deseo. Cierro los ojos y escucho más allá. Hay risas en las conversaciones de los jóvenes y alegría en las carreras de los niños.

- Vuestra felicidad me entristece... -susurro.

Porque cada segundo aquí acompañado de vosotros es estar respirando el veneno que desprendéis en cada segundo feliz que vivís. Quiero irme, pero más quiero que os vayáis vosotros. Es lo justo.

Una voz que canta me interrumpe, pero esta vez para bien, a pesar de ser voz infantil. Es tan suave, tan melodiosa. Me gusta la lentitud con la que avanza su frase, su cuidada pronunciación, como si quisiera acariciar a cada una de las letras que salen de su boca. Voz de cuna... pero resulta a la vez tan siniestro.

-Ten cuidado, Dios te observa... no te ahogues en un oscuro callejón.

La miro sorprendido. Sentada en un banco, de piernas cruzadas, canta melancólicamente una niña alejada de todos los demás, de los de su edad y de su simplicidad.

- ¿Nos está mirando, verdad? -Escucho que pregunta, mirando hacia su lado. -Sí, ha escuchado como canto y le ha gustado.

Está hablando sola.

- Y ahora desea acercarse, ¿tú qué crees? -Vuelve a mirar hacia el lado-. Yo también quiero que se acerque.

En ese momento me mira directamente. Agacha la cabeza, sonríe, empequeñece sus ojos. Reconozco esa sonrisa, hay un mundo entero intentando escapar por la sonrisa de esa cría. No tendrá más de diez años y ya ha sido capaz de sentirse grande en comparación con el mundo. Latimos igual, la gente así nos reconocemos y nos apreciamos. Me acerco a ella.

- ¿Con quién hablabas? -Le pregunto, mientras me siento a su lado.
- Con mi amigo -me señala al vacío.

La definición de amigo invisible es bien lógica. La mejor raza de amigos inventada.

- Yo también vengo acompañado -le digo.
Se queda confusa.
- ¿Sabes? Me mosquea mucho cuando la gente no reconoce a mi amigo, sin embargo ahora soy yo la que no reconoce al tuyo.
Siento que está enfadada consigo misma.
- Eso es porque no te he dicho cómo es mi amiga -le explico.

Me acerco a su oído y empiezo a describirle con escrupulosa exactitud cada detalle de su pelo, de su cara, de su expresión, de su voz, de su cuerpo, de su ropa, de sus movimientos... por irrisorio que algunos de ellos parezcan, le hago ver que cada cosa tiene su propia importancia.

Los ojos de ella brillan mirando hacia el punto en el que le he indicado que está. Puedo leer el asombro en su mirada.

- ¡La veo! -Me chilla entusiasmada.

Miro al punto donde le he dicho que está, imaginándola yo también, con expresión nostálgica.

- ¡Es muy guapa! -Sigue diciéndome, en el mismo nivel de entusiasmo.
- Sí, lo es.
- ¡Tengo que hablar contigo! ¡En privado! -Advierte, mirando de reojo a donde no hay nadie.

Me coge del brazo y me levanta, arrastrándome a unos metros del banco. No entiendo nada, pero bueno, me dejo.

- ¡No nos sigáis! -Regaña a los invisibles.

Por fin se detiene, me agarra de las manos, muy fuerte, y me mira fijamente a los ojos. Me acabo de dar cuenta de que el cielo ya está anaranjado, y que la mitad de los ruidos que antes hacían la estancia insoportable han desaparecido. Ya queda menos escoria rondando por aquí, pienso con alivio. Nos sopla el viento frío que anuncia que la noche está próxima. Es de mi agrado esta escena.

- ¿Te gusta? -Me pregunta.
- ¿El qué?
- ¡ELLA! -Grita, fruto de su impaciencia. Cuando se da cuenta de que en el banco pueden haberla escuchado nuestros amigos invisibles se echa a sí misma una reprimenda silenciosa en la que sólo se puede observar una mueca de dolor fugaz.

Esto es extraño. Pienso durante unos segundos la respuesta.

- Sí, puede ser.
- ¡Lo sabía! ¿Y a ella le gustas tú?
- No.
- ¡¿Seguro?!
- No cabe duda. No pertenece a mi desierto.
- ¡Eso no me lo creo! Te sigue a todas partes.

Me molesta.

- Y a ti tu amigo también. Oye, yo no sé que rollo lleváis vosotros, pero sé bien cuál hay en el nuestro -le protesto.
- ¡Es distinto! -Me grita frustrada-, no lo comprendes porque no lo has visto a él...

Me lo empieza a describir, con la misma exactitud que yo antes utilizase para describirle a mi amiga invisible.

- Púas negras nacen de su cráneo, formando una larga y peligrosa melena que le ha dejado sin ojos y le mantiene siempre la cara sangrando. Bajo los incontables arañazos y cicatrices, duerme una boca deforme por los sobresalientes dientes, algunos daleados, otros podridos, otros tan afilados, largos y pulidos que dan susto. La ropa vieja y raída. Su extraño cuerpo sentado a dos pies en el banco, totalmente quieto.

Daba miedo imaginarlo.

- ¿Entiendes ahora? Él no es de este mundo. Él me sigue porque soy su yo en este mundo. Sin embargo, vosotros dos sois distintos, los dos pertenecéis al mismo.

Esta cría me está empezando a agobiar. Le aparto la mirada y la pierdo en el paisaje.

- Sigue jugando tú sola, me voy -le digo, ausente. Me alejo.

Mientras camino, analizo lo que ha pasado. Me gustaba la forma de comportarse de aquella niña, su impresionante mundo. Es una pena que empezara a hacerme todas esas odiosas preguntas.
Ahora sí que deseo con fuerzas ser Graógraman, expandir hacia todos lados el desierto que llevo a cuestas.

Algo va mal, automáticamente mi cabeza gira, pero los reflejos me han avisado tarde. Un balón va a estrellarse contra mi cara, no da tiempo a reaccionar. Los niños hijos de puta de antes. Cierro los ojos, hago los únicos movimientos inútiles que me da tiempo a hacer.

Escucho el impacto, pero no he sentido el golpe. Abro los ojos y observo cómo bota el balón junto a mí, y cómo se aleja poco a poco mientras los niños corren hacia mí, disculpándose a voces, creen haberme dado, aunque yo sé que no ha sido así. Me doy la vuelta, sin salir de mi asombro, la niña sigue justo en el sitio en el que la dejé. Sonríe con la misma sonrisa que me atrajo al principio. Mueve los labios, dice algo aunque desde aquí no pueda oírla. De todos modos, adivino qué es lo que dice:

- Ella te protege, está dentro de tu desierto.

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