sábado, 2 de junio de 2007

Todos estabamos bastante alterados, nerviosos. Algunos bromeaban, intentando olvidar la tristeza. Otros callamos, apoyados en silencio en la pared. Asumimos hace tiempo nuestro malestar.

Suena el timbre. Entramos sin orden alguno cuando la puerta se abrió. Sin orden porque no pensamos, simplemente reaccionamos al impulso que dicta la imagen de una puerta abriéndose. Pupitres, sillas, ordenadores. Mirando al suelo andamos, y sabemos dónde descargar el peso que llevamos. Al fondo una persona nos recibe. Saluda en susurros y sin mirarnos a la cara, casi como si quisiera disimular la vergüenza de saludar a seres inferiores como nosotros.

Nos sentamos. Espalda recta y mirada firme, todas dirigidas a él, centro estratégico del aula. Sólo se nos permite llegar a él mediante previo permiso, porque en el espacio que le rodea las neuronas van dos veces más rápido que en el espacio vital del resto de humanos. Su mesa es más alta que la nuestra, al igual que su poderosa cultura. Su silla está acolchada, la nuestra es de madera. Mi culo es peor que el suyo.

- Ibamos por la página 150, profesor. Tema 5. - Se atreve uno a decirle.
- Eso fue ayer, hoy es un día distinto.

Posa su libro cerrado encima de su mesa de oro y abre una página al azar.

- ¡Por aquí vamos hoy!

"Empujar monitor al suelo", escribo en mi cuaderno.

El profesor empieza a escribir unos cuantos garabatos en la pizarra, mientras su espalda nos habla de cosas que cree que deberíamos saber. Ninguno se atreve a decirle nada, todos asienten, todos se avergüenzan pensando si serán los únicos que no se enteran.

- ¿Todo claro?

"Aprovechar la confusión", escribo en mi cuaderno.

Una mano temblorosa se levanta. La responsabilidad pudo más que el temor, pienso mientras aplaudo por dentro a esa persona.

El profesor da la palabra con la mirada, él tiene cosas demasiado importantes que decir como para gastar saliva.

- No he entendido muy bien.
- ¿Por qué? - Pregunta el profesor.

"¿Por qué" repito yo en mi mente. La pregunta debería ser "¿El qué?". Busca una respuesta del tipo "no estaba atendiendo porque me he distraído". En su mente no cabe la posibilidad de haber explicado mal, de no haber hecho entender las frases que casi literalmente repetía de nuestros libros de texto.

"Golpear en la cabeza", escribo en mi cuaderno.

- Porque no me ha quedado claro -responde el alumno, escapando como puede de la pregunta-trampa.

El profesor mira fijamente al alumno durante unos segundos. Luego comprueba la mirada de perplejidad del resto de la clase. Oculta la decepción que le crea. Lo tiene claro: su explicación era demasiado buena para que alumnos tan torpes como nosotros la entendiesemos. Él debería estar enseñando a gente que ya viniera sabiendo.

- No te preocupes -vuelve a dirigirse al de la duda-. Todo quedará claro con los ejercicios que voy a mandar ahora. Me los entregaréis hechos mañana.

Termina de entregarlos y se marcha. Al día siguiente penalizará al que no los tenga hechos. Lo imagino:

"¿Qué no los has hechos porque no los entendías? ¿Lo has intentado almenos? Esto no lo puedo admitir".

"Sacar a todo el mundo de la clase, cerrar la puerta con llave por dentro", escribo en mi cuaderno.

Me ve escribiendo, justo antes de irse. Levanto la cabeza sobresaltado, las miradas se cruzan.

- ¿En qué te estas distrayendo? -Dice mosqueado, mientras se acerca ligero hacia mí.

No pierdo la calma, le miro sosegado. Lo está interpretando como un desafío.

Esta junto a mí, coge mi cuaderno. Lo lee con cara de confusión.

Mientras tanto, agarro el monitor, lo sujeto firme. Ha llegado el momento de llevar a cabo el plan.

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