Tengo el suelo lleno de cosas. De cáscaras de pipas que he tirado al suelo por pereza, de la ceniza de mis cigarros, de los desodorantes que se me han gastado, de los libros prestados que ya he leído, de la guitarra que ya no quiero seguir aprendiendo a tocar, de la chaqueta que no voy a necesitar bajo la evolucionada atmósfera, de tenis sucios y rotos que ya no utilizo.
Barro frenéticamente, pero el recogedor se me ha olvidado. Todo esto debe servir para algo más que para crear basura, pienso. Lo apilo todo contra una esquina y veo que la aguitarra abulta demasiado, rompe la armonía de la mierda. Me ensaño a escobazos con ella y veo cómo se desprenden los segundos con cada trozo de madera partido. Ahora está todo más bonito.
Abro las cortinas de la tienda.
- Dame todos los cuchillos que tengas -ordeno al dependiente.
No hace preguntas. Me entrega unos treinta, no son suficientes, pero a la vez demasiados como para pagarlos. Debería haber pensado antes en esto, aunque quizá lo que ha ocurrido es que he obviado la solución. Salgo de allí, hay un cuchillo que tengo que limpiar al llegar a casa.
Inserto el orificio pequeño en la boca de un globo y meto ahí toda mi porquería. El explosivo. Este globo es especial, treinta cuchillos ni le van a arañar, el embudo sin embargo voy a tener que cambiarlo por otro después de esto.
Lo sostengo entre mis manos, admirando la obra. Lo sacudo, me excita tanto sonido metálico junto dentro de algo tan inestable.
Nunca he destacado en una pelea, pero en los pulsos siempre se adapta mi fuerza a la del más fuerte. Contra los débiles gano, contra los fuertes empato. Este explosivo tiene suficiente fuerza como para que me deje lanzarlo bastante lejos.
Pulso el control remoto. No es tormenta, eso bien. La explosión bien. Pero no son gritos lo que escucho en la lejanía. No es posible que todos hayan fallado. Todos han caído a los pies de alguien, ninguno dentro de ellos.
Me desilusiono, me deprimo. Esto no me gusta, vuelvo a no sentirme vivo. Almenos no he pagado ni un duro, vaya consuelo más triste.
Minutos más tarde suena el timbre de mi casa. Antes de que me haya levantado a abrir la puerta ya ha sonado otras seis veces. Otra más, y otra. No para de sonar, no hasta que llego y abro. Un grupo de personas, cada una con un cuchillo en la mano, ha venido a visitarme. Son mis cuchillos, los reconozco. ¿Cómo han sabido que fui yo? Siento algo de miedo, aunque por otro lado pienso que es lo justo, van a vengarse y la culpa es mía.
Los cuchillos empiezan a caer al suelo. Sigo sin salir del asombro, pero ahora he recuperado la agilidad mental y me fijo en que sus ojos no miran a ningún punto en concreto. Se están arrodillando, sus rodillas tocan el acero de los cuchillos.
Están rezando. Me están rezando a mí.
No puedo apartar la vista de ellos, pero cuando noto mis pies húmedos intuyo que el charco de sangre es bastante grande.
Suelto un discurso sobre moral, el cielo, el infierno.... Ahora soy el nuevo dios de la gente a la que, por azar, he intentado matar.
Me siento vivo.
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